Nuestra contemporaneidad está marcada por el calentamiento global, sus consecuencias en la esfera climática y las muy diversas acciones con que las personas u organizaciones pueden comprometerse para reducir el impacto de sus actividades diarias. Una oportunidad que ha venido a calcularse en forma de «huella», representando una alegoría que involucra a nuestros pasos, a nuestro avance, al futuro. Pero la visión holística de este desafío reclama considerar a otros actores tradicionalmente sometidos a las voluntades de los humanos y sus entes.
Atmósfera, por el momento habitable, en el que cada día tienen mayor protagonismo todos esos animales que durante generaciones han servido de apoyo, sustento, nutriente para que el desarrollo, en sus diferentes vertientes, alcanzase estadios como el actual. Ese empeño en domesticar y administrar los «recursos» animales está alcanzando cotas de preocupación con perspectivas diversas y secuelas inciertas, siendo pocas las que atisban sostenibilidad. Existe, con todo, una dialéctica global cada vez más clamorosa que quiere reformular las soluciones.
Los recurrentes debates sobre las implicaciones de la ganadería en unas latitudes como las africanas o las suramericanas, desde unos prismas de riesgo social y/o medioambiental, están haciendo crecer una reflexión que se extiende al plano alimenticio, al de consumo y otros. La consideración llega a trascender las históricas relaciones de subyugación y plantear lógicas de tolerancia inconcebibles hace unas décadas. Es un momento en el que, por muy plurales motivaciones, se repiensan las fórmulas de la explotación de animales domésticos.
Miramos con bastante naturalidad también las estadísticas que nos muestran la importante degradación del aire que respiramos y de los recursos hídricos, pero atendemos poco a cuál es la calidad del suelo y sus implicaciones medio y largo-placistas. En El Confidencial se han hecho la pregunta del porqué esta misma semana. Y es que esa naturaleza y condición está también íntimamente ligada al modo en el que vivimos y podemos sobrevivir. Es un vínculo que están asumiendo «a la fuerza» en Nueva Zelanda.
En estas últimas semanas, el Gobierno de Jacienda Ardern se ha esforzado en diseñar un plan que permita al país oceánico liderar la lucha contra el calentamiento global y situarse a la vanguardia de la sostenibilidad. Y entre los varios puntos más llamativos de ese conjunto de iniciativas presentadas está el de reducir el número de cabezas de ganado bovino que pastan en su limitado territorio. Un anuncio, como han reflejado en el New Zealand Herald, que ha quitado titulares a otras medidas de relevancia como es la renovación del parque móvil.
En esas dos islas principales de las antípodas, siendo como son unos grandes productores y exportadores de derivados lácteos, son muy conscientes de las implicaciones que una de sus grandes actividades económicas está originando en su gran tesoro, su propio territorio. Uno en el que, aprovechando su condición de aislado, han impulsado una excepcionalidad singular orientada a salvaguardar ese espacio natural único. Aunque la vigilancia a todo lo entrante les ha despistado de las alteraciones que causan sus rendimientos salientes.
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