Por distintos motivos, China ha sido uno de los grandes protagonistas del año que dejaremos atrás. Siendo el origen del ‘coronavirus’, a la postre reconocido también como COVID-19 o SARS-CoV-2, sus actuaciones para evitar la rápida propagación han sido analizadas, a la vez que cuestionadas, desde diferentes ángulos. Pero lejos de esa censura internacional, surtida por las implicaciones político-económicas, quedan las herramientas empleadas para vigilar y administrar los movimientos de mayúsculas masas ciudadanas.
Mientras la ciudad de Wuhan quedaba encerrada, otros destacados epicentros urbanísticos del país se exponían gradualmente al control estricto de unas autoridades inicialmente muy pasivas y ulteriormente asediadoras. Uno de los paradigmas de ese férreo dominio en lo que al registro de los movimientos civiles se refiere, ha sido la utilización táctica de los sistemas de inteligencia artificial al alcance. Las experiencias previas han descubierto nuevos límites, unos que el PCCh ha sabido gestionar para preparar futuros.
Como compendio de muchas de las informaciones y análisis realizados al respecto, queda la publicación realizada por el Center for Security and Emerging Technology de la Georgetown University en agosto. Un enfoque que, que duda cabe, trata de exponer los desafíos a los que se enfrenta EE.UU. en este ámbito de la tensión bilateral creciente, pero que sirve además como texto anecdótico de las plurales aplicaciones que ha tenido la inteligencia artificial en la gestión de la pandemia por parte de China.
La lectura del informe, vinculada a la realizada por el propio Gobierno de Bejing, demuestra el potencial desarrollo de tecnologías para, por ejemplo, el diagnóstico sanitario. Intenciones o averiguaciones de lo más benévolas que pugnan con las citadas experiencias de observación y espionaje a la población. Desde la activación de los «serviciales» sistemas para la detección de fiebre en los ingentes desplazamientos en el Nuevo Año, como recogio South China Morning Post, al Health Code analizado por el Center for Strategic and International Studies.
Modelos de «atención» que solo exponen, con total seguridad, parte de la punta de un iceberg al que se le deben de presumir importantes dimensiones. Unas que tienen, evidentemente, sus réplicas en otros Estados, pero que en China quedan visibilizadas por la propia magnitud del país y lo avanzado de las aplicaciones teóricas y prácticas. Unas que estos días tratan de superarse haciendo frente también a los «preocupantes» retos endógenos, léase la rampante pérdida y/o filtración de datos, y exógenos.
Aludiendo a estos últimos destaca la presión de potencias extranjeras para limitar al máximo las actividades de empresas chinas con vínculos sospechados con el PLA y/o dicho sistema de vigilancia social. Sea en Hong Kong o en Xinjiang, las influencias tratan de ser cada vez más exquisitas en el plano de los negocios para que las corporaciones se distancien en todo lo que puedan del Politburó. Eje que pondrá en cuestión la fidelidad de muchas compañías que han crecido al amparo de Beijing y ahora buscan horizontes menos convulsos y más lucrativos.
Ese baile, o la capacidad de mantener el espectáculo cambiando de parejas, parece que tiene cada vez más unas fronteras delimitadas. Los acontecimientos relacionados con la cotización de Ant Financial serían parte de una novedosa definición nada intrascendente que se agitará en los próximos meses. Las ambiciones globales, tanto del Estado chino, como de sus grandes corporaciones, se topan también con los márgenes de unos espacios disfuncionales en los que otros actores también quieren ser protagonistas y liderar el futuro.
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