El COVID-19 sigue siendo motivo de sugestivos debates. Es inevitable. La modificación de las pautas, o la aceleración de las transformaciones, alcanza sin remordimientos cada esfera particular y colectiva. Un envite que nos concierne de diferentes formas y que, en muchas de las ocasiones, se revela con primicias que conjugan lo personal con lo comunal. Desde que el confinamiento se hiciera efectivo, el tele-trabajo es una de las máximas expresiones de ese espacio de adaptación intermedio. Un entorno que tiene implicaciones.
Aunque su aplicación llevaba años en boga, incluso con unos modelos de productividad que rompían con lo establecido, es una fórmula que la pandemia ha repartido por la mayoría de esos hogares en los que sus integrantes no contaban como «trabajadores esenciales». Una dedicación laboral poco acostumbrada para una mayoría que, todo lo indica, ha llegado para quedarse. Y sin ahondar demasiado en los múltiples formatos de aplicación, resulta notorio uno de sus principales retos, limitar los recelos multi-direccionales sobre el rendimiento.
En las últimas semanas han proliferado tantas comunicaciones corporativas sobre la próxima adopción creciente del empleo en remoto, allí donde es viable, como informaciones ligadas a la preocupación y/o incomodidad por la monitorización que las empresas puedan realizar de los asalariados «para garantizar su compromiso». Una duda que no se presume sino que está al orden del día, señalan en NPR, ante la proliferación y el aumento de las ventas de software de vigilancia específica. Una preocupación tímida y delicada, por ahora.
Resulta curioso, como recoge Financial Times, escuchar al máximo responsable de Mondelez y otras corporaciones hablar de la viabilidad financiera de buena parte de sus oficinas como un elemento que tendrá repercusiones a corto plazo en las cuentas de resultados. Incluso de lo «energizante» que ha sido para sus hábitos de altos ejecutivos coordinar desde sus casas las complejas operativas empresariales. Un aliento y confianza que, denuncia Basecamp, no experimentan un creciente número de trabajadores que se conectan a sus ordenadores.
Esta plataforma de gestión de proyectos en remoto, que se está popularizando estos días, ha publicitado interesadamente una inquietud cada vez más generalizada sobre el uso que se está haciendo de unas herramientas de dudosa legalidad, en algunos casos, por parte de compañías que quieren garantizar la eficiencia de sus trabajadores. Unas sociedades, desde otro punto de vista, que se limitan en la adopción de canales y/o incentivos intangibles que conecten a las personas que integran sus estructuras.
A contra-corriente y en paralelo a dichas prácticas de control, brotan iniciativas igualmente empresariales que tratan de diluir la variable de la desconfianza y generar unos vínculos que demuestren el mérito y beneficios de aplicarse en el tele-trabajo. Estrategias que mantengan conectados a los integrantes con los propósitos y objetivos corporativos también mediante unos pequeños «sobornos» heterogéneos, destacan en Quartz. Una aventura laboral que, en definitiva, debe ser reconsiderada, en todas sus vertientes.
En Liberation tienen seis preguntas, y sus respuestas, para ofrecer otra perspectiva.
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