Sin duda, la invención del procesador de textos supuso un enorme cambio para escritores y periodistas. Pero tal vez la mayor revolución tecnológica en el ámbito de la escritura no fue esta, sino más bien cuando, a lo largo del siglo xix, varios inventores fueron dando forma a lo que pasó a llamarse, sencillamente, máquina de escribir.
Hoy son poco menos que una reliquia para nostálgicos, pero no hay que olvidar que, a lo largo de dos centurias, durante todo el siglo xix y todo el xx, las máquinas de escribir estaban presentes en casas, oficinas, redacciones de periódicos y prácticamente en cualquier lugar.
Una gran invención
¿Quién la inventó? En realidad, la máquina de escribir tiene una paternidad disputada. Sus orígenes parecen remontarse nada menos que hasta 1714, cuando el inventor Henry Mill obtuvo una patente de la reina de Inglaterra, Ana de Estuardo, por una máquina que ya era muy similar a una máquina de escribir. Tras este poco documentado precedente, fue el italiano Pellegrino Turri el que, a principios del siglo xix, desarrolló un tipo de papel carbón y una máquina que, a partir de 1808, probablemente fue la primera máquina de escribir que realmente funcionó.
Tras ello, las innovaciones fueron sucediéndose de forma acelerada: la macchina da scrivere a tasti de Giuseppe Ravizza en 1855; la máquina de escribir con cinta de tinta, de Oliver Eddy, en 1859; una preciosa máquina que Francisco João de Azevedo fabricó con madera en 1861, o la bola de escribir, una máquina creada por Rasmus Malling-Hansen en 1870, cuya gran importancia radica en que fue la primera que realmente permitía escribir más rápido a máquina que a mano.
Y esa, la bola de escribir, fue el detonante para el inicio del verdadero boom de la máquina de escribir a finales del siglo xix, y para la comercialización de algunas de las máquinas de escribir más bellas del mundo, muchas de ellas verdaderas joyas del diseño y de la mecánica. En 1882, la compañía United Stenograph fabricó una máquina en la que se podían pulsar varias teclas para formar sílabas. Eso permitía que con la Stenograph se pudiesen registrar los juicios a la misma velocidad a la que se hablaba. Una auténtica revolución.
En 1887, la Crandall fue uno de los primeros modelos comerciales de la historia. Tenía la característica de que, para imprimir, utilizaba un pequeño cilindro, del grosor de un dedo, que contenía 84 caracteres. En 1899, la Keystone ya se parecía bastante a todas las máquinas posteriores, puesto que marcaba los caracteres desde la parte posterior y proyectaba el papel desde abajo. También incorporaba el conocido como teclado QWERTY, cuya combinación de teclas había fijado Christopher Sholes en 1868 tras cientos de ensayos, y que se reveló tan perfecta que se convirtió en el estándar para las máquinas (y ordenadores) posteriores.
La aparición de los ordenadores
Ya en el siglo xx, otros nombres míticos fueron la Corona de 1920, totalmente portátil –que aparece en todas las películas de periodistas de los años 20 y 30– o los diferentes modelos que fue lanzando Olivetti. El siguiente paso fueron las máquinas de escribir eléctricas, que eliminaban la conexión mecánica directa entre las teclas y el elemento que golpeaba el papel. Algunas de las mejores fueron las que comercializó IBM, como la IBM Electric Typewriter de 1935, o ya en la década de los 60, la mítica Selectric.
Finalmente, el canto de cisne antes de desaparecer de la faz de la Tierra fueron las máquinas de escribir electrónicas, que incorporaban un mecanismo de plástico en forma de margarita, un disco con las letras moldeadas sobre el borde exterior de los «pétalos». Muchas empresas llegaron a fabricar algunos de estos híbridos entre máquina de escribir y procesador de textos antes de que los ordenadores acabaran sustituyendo definitivamente a las máquinas de escribir.
Sí, las máquinas de escribir son hoy una tecnología totalmente obsoleta. Pero la revolución que supuso pasar de escribir a mano a escribir a máquina, y la importancia que tuvieron estas máquinas a lo largo del siglo xix y el siglo xx resulta difícil de imaginar. Y por supuesto, no hay que olvidar que llegará un día en que los procesadores de textos que utilizamos hoy en día también nos parecerán cosa poco menos que de la prehistoria.
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